Hay cosas que no se pueden explicar. Pasan.
Y de ninguna forma puedes saber porque.
Y de ninguna forma puedes saber porque.
Lo que más me sorprende es que todavia no me esplico como Barcelona pueda ser tan especial, porqué aquí lo más sencillo me causa tanta sensación.
Pues, puede que sea porque es una ciudad nueva (¿de verdad aún sigue siendolo?), puede ser por sus encantos, o no se, a lo mejor sólo es que desde cuando vivo aquí he encontrado a mi misma , y ya veo el mundo con ojos distintos: ojos de quien puede disfrutar de la vida, de quien quiere aprovechar de todas sus formas.
O, quizás, sólo es que estoy más a menudo en las nubes, y todo me parece estupendo.
Hoy ha sido un día raro, de estos días que empiezan por una manera y que acaban por otra, pero esta es otra historia.
Esta mañana hacía un solecíto caliente que me dio la ganas de salir a dar un paseo por el centro.
Como siempre había un montón de gente, la mayoría corriendo para arriba y para abajo como locos, este estilo de gente que nunca se para a mirar que está pasando a su alrededor, gente que ni siquiera se da cuenta que el tiempo no se ahorra corriendo, sino gastandoselo bien.
Personas de las que estoy hasta las narices porque sólo piensan en llegar arriba y nunca piensan que, tal vez, es más interesante el viaje (pero, esta también es otra historia).
Llegué a Carrer Ferran que había un buen solecito, y de repente se puso a llover, pero no llovizna fina, un chubasco tan fuerte que todavia estoy pensando de donde han salido las nubes.
Para buscar reparo entré en una tienda de libros, y allí me encontré en una de estas librerias antiguas, con las paredes de un blanco un poco sucio por el polvo y la viejez, con las estanterías llenas de libros, y en todos los rincones columnas hasta el techo de volumenes y en cima de las mesas ejemplares raros, con portadas de piel y letras de oro.
Había un olor raro, de papel y cartón, umededad, tinta y cultura, probablemente más presente en mi mente y en mis recuerdos que real.
Y en su mesa había un hombrecito. Tenía una edad incomprensible: pelo blanco y cara de niño, dos ojos azules como el cielo, dentro de los cuales se pueden leer historias increybles, una sonrisa sin dientes causada por lo estaba leyendo en su libro, una de estas raras personas de las que puedes ver el alma, una de estas raridades que cuando te encuentran te saludan como si la felicidad del mundo dependiera de su "buen día".
Lo imaginé de niño, ayudando al padre en la tienda y empezando a construir su inmensa cultura, pagina tras pagina, libro tras libro. Y fuera seguìa lloviendo.
Todo esto me pareció algo mágico, de otra época, algo olvidado, como los libros que vendía el viejito. Todo esto me pareció la poesía más bella del mundo.
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